Aleksey Osadchuk
Underdog I
Las Mazmorras de las Montañas Torcidas
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Release - 21 de agosto de 2020
Capítulo 1
—Maestro
Aren, es un niño…
La
cabeza de una de las grandes cuadrillas mineras en Orhus, el maestro Aren, examinó
con perplejidad la mirada triste de la curandera que se ocupó del parto. ¿Por
qué demonios le comunicaban el nacimiento de su hijo con una expresión tan
amarga como esa? Sin embargo, tras unos segundos, empezó a entender. El niño había
nacido, pero no se oía ningún llanto.
—¿Está
muerto?
Estas
palabras no eran fáciles de pronunciar para un hombre que había visto de todo
en su vida.
—Está
vivo —respondió con tristeza la curandera y, casi en un susurro, añadió—: Pero
mejor si se hubiera muerto…
Aren
entornó los ojos y dio un paso hacia delante. Si pudiera quemar a la curandera con
la mirada, no quedarían ni cenizas. Dalia soportó con calma la mirada furiosa
del minero.
—Pero
hay buenas noticias. Tu mujer dio a luz de manera magnífica.
Estas
palabras apagaron el fuego de ira latente en el alma del nuevo padre. Le
costaba controlarse y seguir preguntando. Esta mujer era la única curandera que
había en toda la zona con un nivel tan alto. Es más, él tenía mucha suerte de
que todavía estuviera en Orhus. Se suponía que debía haberse marchado hace tiempo
a la capital. Debido a la temporada de lluvias, que había comenzado una semana
antes de lo previsto, el Paso Somnoliento estaría cerrado durante dos meses.
Solo a un loco se le ocurriría ir a explorar por las montañas durante esta
época. Por suerte para Aren y su mujer, Dalia estaba bien de la cabeza.
—Habla
—gruñó cortante el maestro.
En
ese momento solo quería estar con Liana y su hijo, pero el asunto era lo
primero.
—Es
nulo —emitió la curandera en seco.
El
rostro de Aren se quedó en blanco. Su inmovilidad podría darle envidia incluso
al Acantilado Negro, el primero en encontrarse con las tormentas norteñas del
Océano Muerto. Pero por dentro el hombre sentía cómo presionaban unas garras
frías su corazón. ¡Pobre niño! Pero ¿cómo?
Mientras
tanto, la curandera continuó:
—Al
principio pensé que el bebé había nacido muerto, pero eché un vistazo a sus
fuentes de vida y energía, y tan solo hay diez puntos de cada… Cuando el mínimo
de lo normal es de veinte por fuente.
—¡¿Cómo
es posible?!
—No
lo sé. —Dalia se encogió de hombros, desconcertada—. Nunca me había encontrado
con algo así, ni tampoco he oído algo parecido. Debe de ser algún truco de Bug.
—¿Blasfemando,
anciana? —La serenidad de Aren se volvió a quebrar —. ¿Qué tiene que ver el
espíritu maligno con esto? ¿O acaso no crees que todo en este mundo sucede por la
voluntad del Gran Sistema?
Después
de estas palabras, el rostro de la curandera se arrugó como si se hubiera
comido un trozo de limón.
—Justo
en eso creo yo…
—Entonces,
¿a qué viene lo del espíritu malvado?
—Vale.
—Rendida bajo la presión de Aren, la curandera empezó a decir con cansancio—:
Pero primero júrame que no me llevarás al templo más cercano del Gran Sistema
donde me matarán por hereje.
—Te
doy mi palabra —juró el maestro con el ceño fruncido.
La
curandera, tras recibir la notificación sistemática de que el juramento había
sido aceptado, comenzó a hablar:
—Como
ya sabrás, cuando nacemos, el Gran sistema nos regala el primer nivel, nos llena
nuestras fuentes y nos obsequia con las primeras tablas de características. Y su
cantidad depende del dios Random. La mayoría obtienen diez o doce, y el máximo
que he escuchado es de quince tablas.
Aren
asintió en silencio. Su primogénito, Ivar, recibió catorce al nacer. Una sombra
se arrastró lentamente en la cara del maestro.
Solo han pasado dos años desde que él y Diana recibieron la noticia de la
muerte de Ivar en la batalla en los Páramos. Esperaba que el nacimiento de su
segundo hijo hiciera desvanecer esa oscuridad que se había asentado en su casa
tras su pérdida. Pero, al parecer, no era el destino.
—Pero
algunos también recibieron menos de diez tablas. Sí, lo pasaron muy mal cuando
eran niños. Eran los más débiles entre los jóvenes…Pero luego, con el tiempo,
muchos alcanzaron buenos resultados.
—Sí
—coincidió Aren—. También tenemos gente así en la cuadrilla.
La
cara del hombre se iluminó un poco. ¡¿Cómo pudo olvidarse de eso?! ¿Significaba
entonces que su hijo tendría una vida normal en un futuro? Y aquí se juró a sí
mismo: ¡por supuesto que sí! ¡Aren se encargaría de ello!
Al
detectar el estado de ánimo del maestro, la curandera se apresuró en bajarle
los pies a la tierra:
—Sé
en qué estarás pensando, Aren. Crees que tu hijo está en la misma situación. Pero
te equivocas. El niño es “nulo”. No ha recibido su primer nivel y sus debidas
tablas. Y sus fuentes son miserablemente pequeñas. Me da a mí que Random no
tiene nada que ver aquí. Todo esto es por Bug…
Era
doloroso mirar a Aren. Justo en el momento en que la esperanza le guiñaba un
ojo, acabó pisoteada en el barro.
Mientras,
Dalia prosiguió:
—Como
ya sabrás, Bug tiene muchos nombres: Fallo, Malfunción, Virus… Pero también
existe otro más. Mi maestro leyó sobre esto en un manuscrito de los Antiguos. Ellos
lo llamaban Sistema Erróneo. ¿Lo entiendes? ¡Erróneo! Eso quiere decir que el
Gran Sistema no es perfecto y también puede equivocarse. Dentro del libro había
más cosas, pero no tengo ningún deseo de hablar de eso. Y tampoco son para tus
oídos…
Aren
se hundió en el banco con cansancio.
—Nivel
cero —susurró—. Si eso es…
—Sí.
—Asintió tristemente la curandera—. Él no se desarrollará. No podrá utilizar
las tablas. Incluso si le das tus esencias de experiencia, tampoco funcionará.
Casi todo lo que ha creado el Gran Sistema tiene una limitación: el mínimo es
el nivel uno.
—Pero
entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Aren, condenado.
Dalia
se sentó en el banco junto al maestro. En su rostro arrugado se endureció una
expresión de profunda reflexión.
«¿Cuántos
años tendrá?», se preguntó él de repente. Todo el mundo sabía que los
curanderos tenían largas vidas. También decían que habían descubierto el
secreto de la juventud eterna. El hombre se rio para sí mismo… Tonterías, claro…
Pero Bug actuaba de formas misteriosas…Y si Dalia aparentaba tener setenta
años, entonces ese número podía multiplicarse por dos, incluso por tres.
—¡Ja!
—exclamó fuerte e inesperadamente la mujer. Sus oscuros ojos azules brillaban
de alegría—. ¡Ya lo tengo!
Se
volvió hacia el maestro, frotando sus palmas tan secas como dos ramas.
—Qué
extraño que no se me haya ocurrido esto antes. Ya estoy vieja…Y lo mismo te digo
a ti.
Aren
miró a la mujer sin entender.
—Vale.
—Agitó ella la mano—. Te lo explico, que veo que no estás para pensar. Por
ahora, la única solución son los artefactos de los Antiguos.
—Quieres
decir que…
—Exacto…
Estos son los únicos ítems que no poseen limitaciones. De hecho, no tienen ningún
requisito en absoluto. Sin embargo, tienes que entender que son poco comunes y
caros. Pero para tu hijo le bastará con dos o tres ítems con características
básicas añadidas…
La
anciana siguió hablando, pero Aren apenas la escuchaba. Ya estaba calculando
dónde y cómo iba a comprar los artefactos de los Antiguos, sin importar el
dinero. La vida de su hijo era lo más valioso que había para él…
Catorce años después…
—¡Sí
que pesas, maldito! —El gordo movedor de mudanza cargaba un gran sillón hacia
la puerta de entrada, pedorreando y maldiciendo entre dientes.
El
“trono” de mi bisabuelo. A mi padre le gustaba sentarse en él después de cenar,
con las piernas estiradas hacia la chimenea y fumando una pipa. Eso le ponía
siempre de buen humor, y me contaba muchas historias, cuentos y leyendas desde
ahí sentado…
—¡Sí,
todos los muebles de aquí pesan una tonelada! —apoyó las palabras de otro una
voz irritada desde el comedor.
—Sillón
de roble antiguo, uno —informó con una voz tranquila el funcionario del banco,
sin prestar atención a las quejas y gases de los movedores. Sus dedos largos y
secos aleteaban una pluma blanca de pato, tomando nota con cuidado de cada artículo
sacado de la casa. Ya había tres papeles totalmente anotados con una caligrafía
fina.
Un
hombre nervudo con barba salió de la cocina. Llevaba una sopera rota en sus
manos temblorosas. La mirada turbia de ojos rojos se paró en frente de la
figura delgada del funcionario.
—¿Nos
llevamos también esta basura?
La
sopera favorita de mi madre. Siempre cuando ella la dejaba en la mesa,
escuchábamos una y otra vez la misma muletilla: «¿Y qué pasa si está agrietada?
Así la sopa no se enfría». Luego ella corría hacia la cocina a por un nuevo
plato y mi padre me explicaba susurrando que a las mujeres en realidad les
costaba separarse de las cosas. Mientras, él acariciaba con una sonrisa su chaleco
viejo que mi madre amenazaba constantemente con tirarlo.
El
funcionario apartó su mirada de la lista de registro y miró al barbudo. Había
un claro desprecio en sus ojos pequeños.
—Tox
—carraspeó él—, ¿qué parte de la frase “sacarlo todo de la casa y cargarlo en
el carro” no has entendido?
—Bueno,
es solo que…—intentó responder Tox, pero un gigante entrando a la casa le
interrumpió groseramente.
—¡Tox,
cállate la boca y haz lo que te ordenen! ¡Mueve el culo!
El
barbudo Tox, encogido de hombros, intentó escabullirse a la salida.
—¿A
dónde te crees que vas? —gruñó el gigante.
Tox
miró con la mirada en blanco a su jefe que estaba parado en el pasillo con los
brazos cruzados y con la enorme panza echada hacia delante.
—¿Te
ibas a llevar solamente una sopera? ¡Venga, directo a la cocina y a cargar con
más cosas como es debido!
Tox
se esfumó como el viento.
—Señor
Dregger, debería escoger al personal con más cuidado —señaló el funcionario con
acidez.
—A
ti no te he preguntado, comadreja archivadora. —Agitó la mano el gordo Dregger
y se dirigió al dormitorio de mis padres, tirando descuidadamente las notas del
funcionario.
Los
folios blancos salieron volando como una manada de palomas asustadas y se
deslizaron por el suelo. “La comadreja archivadora” dio entonces un fuerte grito
femenino y se arrojó a recoger toda su riqueza. Su cuerpo temblaba de
indignación, y de su larga nariz con forma de pico salía un moco verde.
Agitado
y arrastrándose por el suelo, el funcionario maldijo a los movedores idiotas y
al canalla de su jefe. Un relincho de risas retumbó de algunas gargantas de
hojalata desde el comedor, burlándose de la humillante escena del chupatintas. La
cara del funcionario se puso roja al instante, pero de sus pequeños ojos salían
lágrimas de resentimiento.
Por
fin, sus dedos secos terminaron de ordenar los papeles. El funcionario, con un
tintero colgado de un cordón que rodeaba el cuello, se levantó del suelo. Tras
sacudir el polvo de su pantalón con la mano derecha y ajustar un par de veces
el muy gastado pero cuidado chaqué, se tranquilizó.
Justo
en ese momento se encontraron nuestras miradas.
Yo
estaba sentado en un taburete de la cocina en la esquina del pasillo esperando
a mi destino. Me había enterado ayer de que el banco se llevaría nuestra casa
para pagar la deuda de mis padres. De hecho, fue el día después del
fallecimiento de mis padres en una mina cercana.
—¿Qué
estas mirando, inacabado? —siseó el funcionario.
Pues
sí que se parecía a una comadreja, sonreí para mí mismo.
—¿Te
parece gracioso? —Había una mezcla de auténtica incredulidad e ira en los ojos
de la comadreja—. ¡Si todo lo que está sucediendo ahora mismo es por tu culpa!
No
entendí… ¿De qué estaba hablando?
—¡Ja,
ja! Veo que no lo pillas.
Dregger
apareció en la puerta del dormitorio de mis padres, cargando en brazos el
jarrón de mi madre. Con el ceño fruncido, me miró primero a mí y después al funcionario.
—¡Cierra
el pico, rata de oficina! —gruñó—. ¡Si no dejas en paz al niño, volverás a casa
sin dientes!
Luego me guiñó reconfortantemente y salió
de la casa.
A
juzgar por sus labios retorcidos de la rabia, la “comadreja” quiso decir algo,
pero una exclamación de arriba irrumpió la no empezada bronca.
—No
lo hagas, Sakis. Mejor cállate.
Levantamos
la cabeza. Había un hombre parado en las escaleras que llevaban a la segunda
planta. Su cabeza, calva como un huevo, estaba inclinada sobre unas notas. Sus
labios grandes se movían al compás de las letras escritas. El tintero no estaba
colgado, sino más bien pegado a la tripa.
—Pero,
Velen, ¿es que no lo ves? ¡Es una falta de respeto hacia un empleado del banco!
—aulló Sakis.
—No
lo hagas —repitió el funcionario gordo y continuó su camino por las escaleras, apuntando
algo al mismo tiempo. Luego, apartándose del papeleo, añadió—: Y deja en paz al
chaval. No es de nuestra incumbencia.
—¿Cómo
que no? —se sorprendió Sakis—. Pensaba que el banco…
—No
—le interrumpió Velen—. El resto de la deuda lo ha comprado Bardan.
La
cara estrecha de la “comadreja” se estiró tanto que me pareció que su cabeza se
había vuelto plana.
—¡¿Ese
mismo?!
—Si
—contestó Velen indiferente, sumergiéndose de nuevo en su papeleo.
Sakis
giró lentamente su cabeza a mi dirección. Una momentánea lástima apareció en
sus ojos.
—Vaya…—soltó—.
No te envidio para nada, inacabado.
Disfrutando
de mi confusión e inquietud reflejadas en mi cara, levantó la cabeza con
orgullo y se dirigió gradualmente hacia la salida.
No
pude evitar escuchar a dos movedores conversando en voz baja en el comedor.
—Oye,
Tox, ¿por qué la rata de banco no para de llamar al niño “inacabado”? —No pude
ver al que estaba hablando, pero sí que reconocí su voz. Era Roy, un tipo
regordete y grande de pelo rubio y con un cuerpo parecido a un barril de
cervezas.
—Pues
porque lo es. Ya nació siendo un lisiado —contestó Tox, despreocupado.
—Hmm…—se
sorprendió Roy—. Pues ni lo parece. Aunque sí que es flacucho y tiene bolsas bajo
los ojos. ¿Puede que haya estado enfermo últimamente? Bueno, perdió a sus
padres hace unos días, así que normal que esté así de pálido como un muerto.
—¡Qué
va! —replicó Tox—. Tiene ese aspecto desde que nació. Qué lástima… Aren, que en
paz descanse, no tuvo mucha suerte con los hijos…
En
algún momento la conversación en el comedor cesó. Cada uno pensaba en lo suyo.
El
primero en romper el silencio fue Roy.
—Cuéntalo…
Que tenemos trabajo para medio día y charlando el tiempo se pasa volando…
—Tampoco
hay mucho que contar —respondió con esfuerzo Tox, al parecer había movido algo
pesado—. Como puedes ver, era una familia próspera. Una casa de dos plantas.
Una gran granja. Caballos, vacas, cerdos…
—Ya,
eso sí…—Noté una pizca de envidia en la voz de Roy.
—Los
Bergman son una familia de mineros —prosiguió Tox—. Su padre tenía la cuadrilla
más fuerte. Y toda esa cuadrilla ha muerto en la mina.
—Caray…
—La
esposa de Bergman y más mujeres trajeron la cena para sus maridos a la mina… En
fin, todos juntos ahí y…
A
juzgar por su tono de voz, Tox estaba realmente angustiado por la muerte de mis
padres y sus amigos.
—¿Y
qué les pasó a los hijos? —hizo la pregunta Roy.
—No
tuvo suerte con ellos. Aunque todo empezó bien, incluso fantástico diría yo. El
primero, antes de nacer, recibió un buen set de características. Era el más
fuerte entre los jóvenes. Con catorce años empezó a trabajar con su padre en la
mina y en invierno de ese mismo año ganó también un torneo. Fue entonces cuando
el Barón se lo llevó a su séquito como novato.
—¡Guau!
¡¿Qué tiene eso de mala suerte?! —exclamó Roy, desconcertado.
—Bueno,
un mes después, los Bergman recibieron la noticia de que su hijo había muerto…
—Vaya…
—Sí…
Los
movedores se callaron de nuevo, digiriendo lo que se había contado. Pero no por
mucho tiempo. Esta vez el que habló fue Tox.
—Pasaron
los años de luto y la mujer de Aren se quedó embarazada. Y habría que alegrarse,
pero no exactamente… El niño nació deficiente… En realidad, mucho peor que eso…
Al principio pensaron que había muerto. Ni un grito, ni un movimiento, ojos
cerrados. Pero gracias a la capacitada curandera que se había ocupado del
parto, esta pudo darse cuenta de que respiraba. A duras penas, pero respiraba.
—Caray…—soltó
Roy.
—¡Ja!
—exclamó Tox—. Todavía no has escuchado la parte más importante. Aren se gastó
una barbaridad en una curandera de la capital.
—¡Qué
dices!
—¡Y,
además, fue ella quien vio que el bebé había nacido nulo, con el nivel cero! —exclamó
Tox, triunfante.
Me
pareció oír que la mandíbula de Roy cayó en un estampido al suelo. Pero luego me
di cuenta de que los movedores llegaron a las herramientas de mi padre.
—¡Uno
no ve esto todos los días! —escuché decir a Roy asombrado.
Sinceramente,
estaba sorprendido… No había mentido en ningún momento… Había algunas
excepciones, pero en general así fue cómo pasó todo… Mi padre me había contado
en muchas ocasiones la historia de cuando nací.
—¡Eh,
imbéciles! —El rugido de Dregger me hizo estremecer—. ¡A mover el culo, que no
pago a idiotas por estar de cháchara!
El
jefe gigante de los movedores apareció de repente en la entrada de la casa y
fulminó con su mirada a los trabajadores que se echaron a correr hacia la
salida.
—Vagos
bastardos —continuó gruñendo en voz baja—. No os preocupéis, ya hablaremos
cuando vengáis a por el dinero…
Siguió
vigilando el patio durante un tiempo y luego se giró hacia mi dirección. Su
rostro se iluminó un poco.
—Ve
preparándote, chico —dijo tristemente, indicando la salida—. Han venido a por
ti.
Curiosamente, me di cuenta de que llevaba toda la
mañana esperando oír eso con impaciencia. Si supiera alguien en lo que estaba
pensando ahora, me tomaría por un loco.
Aunque…De algún modo, estaría casi en lo cierto.
Hace dos días mi mundo, aunque no fuera el más
perfecto, como podría ser el de un lisiado, dejó de existir.
Mientras observaba desde la distancia cómo saqueaban nuestro
hogar, entendí que me había quedado solo en este mundo. Mi gran padre no vendría
más en mi ayuda y mi compasiva y tierna madre no me secaría las lágrimas de
desesperación y de resentimiento.
Sentí un nudo en la garganta. Los ojos me picaban,
traicionándome. ¡No! No lloraría justo aquí, y menos para la diversión
de esos saqueadores. Luego me escondería en alguna esquina y daría libertad a
mis sentimientos. Pero no aquí ni ahora. Si no, traicionaría la memoria de mi
padre. Él me enseñó a ser fuerte.
Observaba cómo se llevaban las cosas favoritas de mis
padres, cómo destruían la historia de mi familia. Comprendí que con su muerte
este sitio dejó de ser querido. En este instante todavía no sabía que a mis
catorce años había entendido una de las grandes verdades: el hogar era donde
vivían tus personas queridas.
Me deslicé lentamente del taburete. Esa era toda la
velocidad de la que era capaz de tener con dos puntos de Habilidad, pero no me
quejaba.
Di mi primer paso dos años después de mi nacimiento.
En realidad, también cuando pronuncié mi primera palabra. Al fin, la suerte le
sonrió a mi padre. Él pudo comprar mi primer artefacto de los Antiguos en el
mercado negro en la capital de la baronía. Mi brazo por costumbre se estiró
hacia el pecho.
—Botón de hueso de Varán de Piedra.
—Categoría: Normal.
—Habilidad +2.
—Fuerza +1.
—Mente +3.
—Limitación — ninguna.
—Resistencia — 25/25.
Para alguien
le parecería absurda mi alegría por unos seis tristes puntos de
características… Pero para mí, que había estado en la cama durante dos largos
años como un tronco insensible y mudo, el regalo de mi padre seguía y seguiría
siendo el mejor de todos…
Sostenía una alforja pequeña en mis manos. Ahí dentro
tenía un retrato diminuto de mis padres, dos huevos cocidos y un pedazo de pan.
La comida para el viaje me la trajo la señora Horst, nuestra vecina. Siempre la
consideraba malvada e insensata, pero la mujer me sorprendió al final. Fue la
única que me visitó para saber sobre mi futuro destino.
Mi cinturón normal, de nivel cero como toda mi ropa, tenía
un bolsillo pequeño donde guardaba una navaja no muy grande.
—Navaja “Libélula”.
—Categoría: Normal.
—Daño +2.
—Limitación —
ninguna.
—Resistencia — 55/55.
Este era el
último artefacto que adquirió mi padre. Mis padres me lo regalaron en la mañana
de mi cumpleaños. Unas horas antes de su muerte…
De algún modo, mis tres tristes puntos de Fuerza eran
capaces de aguantar tanto mi cuerpo como la alforja. Todo gracias al pequeño
anillo deslucido.
—Anillo de acero.
—Categoría: Normal.
—Fuerza +2.
—Limitación — ninguna.
—Resistencia — 30/30.
Alguna vez le
pregunté a mi padre por qué estos ítems simples eran tan valiosos. Al parecer, por
varias razones bastante importantes.
En primer lugar, los artefactos de los Antiguos no poseían
limitaciones. Esto significaba que cualquiera, independientemente de su nivel y
de sus características, podía poseerlos.
En segundo lugar, a pesar de mis bajas cifras, podría
mejorarlas en un futuro. Todavía no sabía cómo, pero era posible.
En tercer lugar, pero eran solo rumores, después de su
mejora no sólo aumentarían las ya existentes características, sino que también
se añadirían algunas nuevas.
Y lo último que se sabía era que estos ítems eran
gardu… gradu… gradua… graduables. Esto quería decir que mi nivel se sumaría con
todas las características del ítem. Si tuviera ahora el primer nivel, todas las
características de mis artefactos aumentarían a uno. Ah… Los sueños… Los
sueños…
Y había más… Que eso nos lo contó Dalia. Los ítems de
los Antiguos podían identificar solamente a los que tenían la Mente alta. Para
la gente común estos eran objetos normales y corrientes.
Y en cuanto a la estética…Un anillo de oro muy caro en
el dedo de un hijo de un minero despertaría definitivamente un interés
enfermizo. Así que la apariencia desagradable y la discreción era justo lo que
necesitaba. Al fin y al cabo, los ítems de los Antiguos era una mercancía poco
común y cara. No llamar la atención era una de las primeras reglas que me
enseñó mi padre.
Precisamente por eso, cada vez que había un nuevo
artefacto en la casa, aparecía Dalia, la curandera que ayudó en el parto de mi
madre y que se hizo amiga de la familia. Gracias a este pequeño truco, se
desvanecieron todo tipo de preguntas. Como, por ejemplo, que por qué un niño
pasó más de dos años tumbado en la cama y luego de repente comienza a caminar.
De aquí también surgió una explicación lógica de por
qué la cabeza de una cuadrilla minera iba siempre al banco a por más préstamos.
Los curanderos eran caros. Especialmente si se trataba de Dalia. Además, mi
madre me contó una vez que nadie más, excepto la anciana curandera, supo
localizar los artefactos de los Antiguos. Mi padre le pagaba una cierta
cantidad por las molestias.
Yo ya sospechaba que mis padres se gastaban mucho
dinero para que su hijo pudiera vivir como un niño normal, pero el total de la
deuda con los intereses acumulados era impresionante. Dando la casa, la tierra
y toda nuestra granja, aún le debía al banco casi ciento de oros. Aunque al
banco ya no… Sino a un tal Bardan…
Cruzando por última vez el umbral de mi casa, me
dirigí al jefe de los movedores.
—Señor Dregger, ¿le importaría decirme quién es Bardan?
El gigante suspiró con dificultad y, ocultando una
mirada triste, contestó:
—Bardan es un lanista, dueño de la escuela de
gladiadores.
Capítulo 2
Dos años antes de lo sucedido.
—¡Atención!
La voz retumbante del mentor Droom resonó por toda la
cueva.
El hombre duro y pelirrojo, de la cuadrilla que hacía
competencia con la de mi padre, nos estaba enseñando los fundamentos del arte
de la minería.
—¡Hoy todos aprenderéis a manejar un instrumento
minero! —rugió con el ceño fruncido, observando nuestras caras infantiles.
Luego su mirada puntiaguda de ojos negros se paró en
mí.
—Menos Eric Bergman, claro está. —Su boca, como la de
un sapo, ensanchó una sonrisa sarcástica, mostrando una fila de dientes
amarillos y torcidos.
Mis antiguos compañeros de clase me miraron justo en
ese momento y se rieron a carcajadas. Especialmente una rubia llamada Mia, la chica
más guapa de la clase. Estaba rodeada de un grupo de amigas, también monas, pero
no tan bonitas. Mia parecía una reina.
Su padre, Hrut, uno de los doce ancianos de Orhus,
estaba enfrentado con el mío. Una vez casi le rompió la cara a Hrut y fue el
tema de discusión en la ciudad durante un tiempo después. Todo empezó cuando al
anciano fanfarrón de pronto no le gustaba el hecho de que un patético niño
lisiado estuviera estudiando en la misma escuela que su hija.
La verdad es que el asunto llegó hasta acabar en un
juicio. A Hrut le apoyaban los demás ancianos y con ellos, los padres de mis
compañeros. Decían que mi deficiencia retrasaba el desarrollo del resto de los
niños. Durante la caza, por ejemplo, con mi mera presencia debilitaba a mi
equipo. No infligía daño, pero supuestamente reclamaba el boletín. Además,
también era una molestia innecesaria para los mentores estar vigilando al “inacabado”
para que no le matase ningún mob. Al fin y al cabo, mi fuente de vida era de
diez puntos… Una mordida de una gran rata de basura.
En teoría eso se veía claramente así, pero en la
práctica nadie compartía nada conmigo. Les importaba un bledo a los mentores.
Si sobrevivía, bien. Si moría, habría sido mi culpa.
También había un problema con la extracción de
recursos. Todos los instrumentos y recursos tenían limitaciones: todo era a
partir del nivel uno. ¡Qué digo, eso era lo de menos! Me costaba incluso comerme
toda la comida de mi madre. Solo los platos con el nivel cero. Lo más básico:
pan, mantequilla, miel. Comida simple como carne o avena, sin nada de lujos. Era
una tortura ver a otros niños comer delicias.
Al final, el juez decidió echarme del colegio. Pero tenía
el permiso de ser como un libre oyente. De presenciar las clases. Como decía el
dicho: «Se mira, pero no se toca». Y obviamente, de esta manera, no era una
responsabilidad para los mentores.
En las manos de Droom apareció un pico pequeño. Mi
padre me enseñó uno así. Pequeño, para practicar. Cinco puntos de daño.
—¡Os lo explicaré solamente una vez! —ladró el mentor—.
¡Agarráis así la empuñadura! ¡Giráis! ¡Golpeáis!
El acero golpeó el mineral, disparando docenas de
pequeñas chispas. Droom, sin ningún esfuerzo, presionó la empuñadura y arrancó
su primera piedra.
—¡Listo! ¿Lo habéis entendido todos?
Un coro discorde de voces infantiles le respondió afirmativamente.
—Pues, si es así, ¿quién será el primero?
Una figura alta y fuerte se separó del montón de alumnos.
Haakon, el hijo del cazador Ulvar. Su pelo era de
color negro como el alquitrán. Compostura ágil. Movimientos suaves y feroces.
El grupo de las chicas de Mia le miraban maravilladas.
Decían que cuando nació, Random fue muy generoso con
él y le concedió catorce tablas. Exactamente como le pasó a mi hermano mayor
Ivar… Al que nunca conocí.
Gracias al generoso regalo del Gran Sistema, Haakon se
desarrollaba más rápido que sus compañeros. La semana pasada se fue con su
padre y su hermano mayor de caza con un nivel dos. Y volvió con un cinco. Los
chavales de mi clase anterior le idolatraban por su fuerza y agilidad.
—Maestro Droom, ¡¿y si me dais algo mejor?! —alzó la
voz Haakon, desafiante.
El pecho hinchado. Las manos en las caderas. Un poser…
Droom exclamó alegremente.
—¿Y por qué no?
Y extendió un enorme pico “adulto”.
—¡Guau! —se maravilló Tomás, un niño más grande.
También era hijo de un minero, igual que yo—. ¡Nivel cinco! ¡Como el de mi
padre! ¡Seguro que pesa un montón!
Si Haakon estaba un poco preocupado, nadie lo notó. En
ese rostro atractivo estaba la misma sonrisa segura.
Llegando casi a cara a cara con el mentor, el hijo del
cazador extendió la mano derecha hacia el instrumento. Droom extendió fácilmente
el pico pesado, como si se tratara de una pluma.
—Mejor con las dos manos —le dijo sonriendo.
A pesar de su apariencia de seguridad y confianza,
Haakon tomó la precaución, por lo que el mentor le recompensó con un
asentimiento de aprobación.
Todo este tiempo nosotros estábamos en silencio,
aguantando la respiración y estando pendientes de los movimientos de Haakon. Él
agarró la empuñadura con sus dos manos. Asintió al mentor. Este soltó el
instrumento. Pude ver cómo se le hinchaban las venas de la frente a Haakon. Le
temblaban las manos de la sobretensión, pero aún mantenía el mango del pico.
Un fuerte golpe y la punta de acero cortó el mineral.
No con la misma sencillez como lo hacía Droom, pero daba lo mismo…
Haakon dejó caer su cuerpo sobre la empuñadura y con
un enorme esfuerzo, para las miradas de asombro de sus compañeros de clase, sacó
un pedazo de piedra bastante grande.
—¡Bien hecho! —vociferó el mentor, dándole una palmada
en el hombro.
Una sonrisa de satisfacción apareció en la cara de
Haakon. Sus ojos recorrieron sobre unas notificaciones sistemáticas que
solamente él podía ver.
—¿Cuánto has conseguido?
—¿Qué?
—¿Qué es?
Cayó una lluvia de preguntas.
Haakon levantó la mano, exigente.
—¡Silencio! —gritó Skeggi, su mejor amigo—. ¡Léelo,
hermano!
Haakon se concentró en el texto visible para él y
comenzó a leerlo a su ritmo. ¿Fui el único en darme cuenta de que leía muy
lento? En Mente tendría incluso menos que yo.
—¡Atención, ha adquirido dos kilos de mineral!
¡Enhorabuena! Ha recibido…
Haakon nos recorrió con una mirada de astucia y continuó:
—¡Tabla de arcilla de fuerza!
Todos gritaron de alegría.
—¡Tabla de arcilla de agilidad!
—¡Sí! —exclamaron todos al coro.
—¡Tabla de arcilla de persistencia! ¡Tabla de arcilla
de profesión “Minero”! ¡Tabla de arcilla de capacidad de carga! ¡Esencias de
experiencia — cinco!
Mientras Haakon dictaba la lista de su loot, sin
querer me imaginé a mí mismo estando en su lugar. ¿Cómo se sentía ser fuerte y
ágil? ¿Conseguir todo lo que deseabas? ¿Recibir las miradas de asombro de las
chicas más guapas?
Tardé un segundo en darme cuenta de que Haakon había terminado
de alardear de sus trofeos y que todos me estaban mirando ahora. Observé a mi
alrededor, sin entender.
—¡¿Habéis visto su careto?! — exclamó Snorri, otro del
grupillo, señalándome con su dedo sucio—. ¡Al deficiente se le cae la baba
escuchando el loot de Haakon!
Una risa fuerte y divertida resonó por toda la cueva.
Me señalaban con sus dedos. Haciendo muecas que, al parecer, imitaban mi
aspecto que creían que tenía.
Incapaz de aguantar, me giré y me eché a correr hacia
la salida. Bueno, o eso me pareció a mí. Lo correcto sería de decir que me eché
a correr como una tortuga. Aunque la tortuga habría sido más rápida que yo. Mi “épico”
escape causó otra explosión de carcajadas. Hasta se unieron el mocoso Snorri y
el obeso Tomás.
No recordaba cómo llegué a casa. Solo recordaba que
lloré toda la noche. Quería desaparecer de la faz de la tierra por el
resentimiento y la humillación que sentía. Pero sobre todo me odiaba a mí mismo
por la retirada tan vergonzosa.
Ese mismo día, ya a la madrugada y antes de perderme
en un sueño inquieto, me prometí a mí mismo que nunca jamás le daría la espalda
al enemigo.
Presente.
—¿Eric Bergman?
El hombre viejo, delgado como un árbol decadente, miraba
medio ciego al trozo de papel arrugado. Una cabeza pequeña y calva, hombros
estrechos y huesudos, espalda demasiada encorvada. Solo de nivel nueve. Qué
curioso, ¿a qué se habría dedicado toda su vida? ¿O era como yo, un inacabado?
Lo dudaba. Ya no existían así. Al menos eso decía Dalia.
—Sí, soy yo.
El viejo al fin se apartó del papel y observó
fijamente las palabras bajo mi cabeza.
—Pero ¿qué…?
Los ojos descoloridos y llorosos del abuelo se
abrieron como platos. Incluso parpadeó varias veces.
—Me dijo la vieja que no bebiera de ese vino barato —carraspeó,
furioso—. Ahora alucino con ceros.
El movedor que pasó de lado se rio con fuerza.
—¿Qué, Burdoc? ¿Pillándote al fin una borrachera?
—¿De qué te ríes, gandul? Ahora tendré que pagarme un
curandero.
—Esto pasa por meterte a la boca cualquier porquería.
Así aprendes —continuó riéndose el movedor.
Burdoc escupió enfadado y de nuevo miró fijamente a mi
nivel con mala cara.
Decidí apiadarme del viejo.
—Señor Burdoc, no se preocupe. No se ha equivocado.
Soy realmente nulo.
Creía que tranquilizaría al pobre. ¡Pero qué
equivocado estaba! El abuelo se asustó aún más.
—Pero ¿cómo es posible? ¡Oh, Gran Sistema! —se lamentó
él, tocándose la cabeza—. ¡¿Qué le diré al señor Bardan?! ¡Me despellejará vivo
por este deficiente!
—Pero ¿qué pintas tú aquí, viejo tonto? —decidió
intervenir el jefe de los movedores—. Bardan hizo un trato con el banco. Compró
los certificados de peonaje. Y si no vio a quien compró, es su problema y no el
tuyo, viejo.
—¡Es verdad! —se animó el anciano, sacudiéndose las
manos —. Si lo que tengo que hacer es muy simple. Mi trabajo es solamente
entregar lo que está en la lista.
—Pues ya está —sonrió Dregger—. Y te ibas a montar un entierro.
—Gracias a usted, amable señor, que me ha
tranquilizado. —Burdoc rápidamente se inclinó hacia el jefe de los trabajadores
y se giró hacia mí—. Y tú, chico, súbete al carro. Que tenemos que ir a por más
peones.
Era por la tarde cuando llegamos al sitio. Aguanté
bien el viaje, para mi sorpresa. Enterré mi cabeza en una pila de heno que olía
bien y me quedé dormido durante todo el camino. Abría los ojos solo cuando
Burdoc se paraba para recoger a nuevos peones. Era difícil dormirse con el
sollozo desgarrador de mujeres y niños. Una familia despidiéndose y enviando a
uno de los suyos al peonaje no era una buena escena para los débiles de
corazón.
Nunca había visto algo así, pero Burdoc me explicó lo que
ocurría. Era bastante hablador para ser un viejo.
—Imagina que va un hombre al banco y pide un préstamo
—contaba el viejo—. ¿Qué ventaja puede tener el banco repartiendo el oro a
diestro y siniestro? Eso es, ninguna. Necesita sacar beneficio, por eso es un
banco. Así que le dan al hombre un poco de dinero para crecer. Eso entonces acumula
interés. Si él tiene el dinero para devolvérselo a tiempo al banco, bien. Pero
si no lo hace, la deuda la compra alguien como mi amo. Él siempre necesita gente…
Y cuando llegue el momento, tendrás que trabajar para él hasta que devuelvas la
deuda entera. Eh… Yo, como ves, aún no he tenido la oportunidad… Está bien
cuando la familia tiene varones fuertes. Normalmente, los padres se los llevan al
peonaje y luego ellos mismos intentan rápidamente ahorrar el dinero para traerlos
de vuelta. Bueno, si son buenos padres… Hay niños que se pasan media vida
trabajando para los acreedores de sus padres. Y hay otros que incluso mueren en
el intento…
La última familia a la que visitamos no tenía varones.
Tenían niños, pero solo cinco chicas. La más mayor aparentaba la misma edad que
yo. Y era a ella a quien nos llevábamos… Se llamaba Soika, y su madre sorprendentemente
no estaba llorando, pero en su mirada triste reposaba una máscara de dolor y desolación.
Las hermanas pequeñas, secándose las lágrimas y los mocos, gemían
miserablemente como cachorros.
Miré a la vieja casa de Soika; a su madre que abrazaba
a su hija mayor con manos temblorosas; a su padre quien tenía pinta de no dejar
el alcohol. Y deduje que pasaría mucho tiempo antes de que ella pudiera
devolver su deuda… Si es que llegaba a hacerlo…
La casa de
Bardan era de un tamaño impresionante. Tres plantas. Paredes de granito. Todas
las ventanas con verjas de hierro enormes. Eso no era una casa, era un
castillo. Toda esta propiedad considerablemente grande estaba rodeada de una
valla alta de piedra. En lоs portones y en la
puerta de entrada había una guardia bien armada. Ese tal Bardan era rico sin
fondo, al parecer.
Nuestro carro con los silenciosos peones rodó hasta el
cuartel que se encontraba a una distancia de la casa del amo. Nos estaban
esperando.
Dos hombres. Uno me recordaba un poco al funcionario
bancario Satis. El mismo tintero en el cuello, la misma mirada cansada y
juzgadora. Delgaducho. Color de cara enfermizo. Un verdadero funcionario.
El segundo era completamente lo contrario. Alto, ancho
de espaldas. Las manos como palas excavadoras. Sus ojos verdes ardían de
energía y fuerza.
Burdoc nos puso en fila adecuadamente junto al carro y
extendió el familiar papel arrugado al “funcionario”.
—Aquí tenéis, señor administrador. Justo como pone en
la lista, seis peones. Cuatro hombres, una chica y un chico.
El administrador cogió repugnantemente el papel con
dos dedos y escaneó con rapidez nuestros nombres. Cuando llegó hasta mí, sus
ojos se abrieron como platos.
—¡¿A quién me has traído?! —gritó él—. Estúpido viejo,
¡¿no has visto a quién te han metido los Bergman?! ¡¿Qué le voy a decir al
amo?! ¡Valgard, ordena a azotar a este idiota!
En ese momento, el gigante de barba roja, que antes
estaba parado indiferentemente, se balanceó hacia delante. Burdoc, perdiendo su elocuencia, cayó de
rodillas ante el administrador enojado. Pero eso le puso más y más furioso.
Valgard se irguió sobre el pobre hombre. Sus anchas manos descendieron hasta
los hombros huesudos del hombre que sollozaba ahora.
—¡Señor administrador! —Hasta yo di un brinco por el
sonido de mi propia voz—. ¡Permítame intervenir!
¡Seguro que había sido Bug quien me había tirado de la
lengua para hablar! ¡Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás!
En el patio se ahogó un silencio sofocante. Mis
compañeros en la desgracia me miraron atónitos. Hasta Burdoc dejó de sollozar.
El “funcionario” entrecerró los ojos como un salvaje y
gruñó:
—¡Habla! Pero recuerda que, si me has interrumpido por
ninguna razón, te azotarán en lugar de ese necio. ¿Entendido?
—Si, señor administrador, soy consciente del riesgo. —Me
costaba hablar sin que me temblara la voz.
—¡Continúa!
—El señor Burdoc no tiene la culpa. De hecho, ha
cumplido sus órdenes correctamente.
—Entonces, ¿qué haces tú aquí y no tu padre, tu
hermano o hermana mayor?
—Desgraciadamente, señor administrador, no tengo ni he
tenido nunca una hermana… Mi hermano mayor murió luchando por nuestro Barón en
la batalla en los Páramos. Y mis padres fallecieron hace dos días en una mina… Me
he quedado solo… Así que entenderá ahora que el señor Burdoc tuvo que traer justamente
a mí.
Por el rabillo de ojo, noté el interés en los ojos de
Soika. De camino pude, de forma sutil, fijarme en ella. Para mi sorpresa, era
de nivel cinco. Había invertido mucho en Agilidad, a juzgar por su figura
flexible y sus movimientos suaves y felinos. Un mechón de pelo rojo ardiente
sobresalía debajo de su pañuelo. Los ojos eran como dos esmeraldas oscuras. Las
pecas de su pequeña nariz ligeramente respingona y sus mejillas pálidas no debilitaban
su belleza, sino todo lo contrario…
—¿Está diciendo la verdad? —El administrador todavía
estaba furioso, pero por su tono de voz deduje que la tormenta había cesado.
—Si, señor —baló el viejo—. ¡Le juro que fue así!
Al recibir aparentemente la notificación sistemática
de la confirmación del juramento, el administrador cambió su ira por
misericordia.
—Vale —refunfuñó al viejo—. Consigue para todos un
sitio donde quedarse, mañana ya decidiré qué hacer con ellos…
Burdoc enseguida pegó un salto y llevó a todos los
siervos al cuartel más alejado.
Yo también quise volverme, pero de repente escuché:
—Pero tú no te librarás tan fácilmente…
La mirada punzante de sus ojos entrecerrados se clavó
en mí. Se me olvidó cómo era respirar.
—El amo se enfurecerá. El banco lo ha complicado todo
y ahora nosotros tenemos que arreglarlo… Después de todo, eres totalmente
inútil. ¡Con solo pensarlo! ¡Nivel cero! ¿Cómo es que sigues vivo?… ¿Y a dónde
te vamos a meter?
—Ing —habló inesperadamente el gigante de barba roja—,
mira cómo de flacucho es. Los exploradores de la cuadrilla de Skorx buscan a
alguien así desde hace mucho.
—¿Te has vuelto loco? —replicó el administrador,
alterado—. ¿Enviar a un nulo como él a una mina? ¿Para que se quede tieso a
primera hora?
Tragué saliva. El corazón estaba a punto de saltar de
mi pecho.
—Bueno, ¿y qué? —continuó Valgard—. Le puedes
presentar una queja a Skorx diciendo que ha dañado la propiedad del amo. Y
puede que incluso salgas ganando.
—¿Estás bien de la cabeza? ¡Su deuda es casi de cien oros!
Skorx no tomará ese riesgo. ¡Si por esa pasta puede contratar a diez chicos
como él!
—¿De quién estás hablando? —se rio el grandote—. ¿De
Skorx, quien vendería a su propia madre por diez cobres? ¡Ja, ja! ¡Eso ha sido
muy gracioso! Ese tacaño nunca se negaría a carne fresca si no tiene que pagar.
Y ¿quién dijo que el chaval se quedará tieso el primer día? Viene de una
familia minera. Es un Bergman, al fin y al cabo.
Dicho esto, Valgard me guiñó el ojo animadamente. Lo
que provocó un escalofrío por mi cuerpo.
—Si, pero ¿para qué necesita chicos así? —preguntó Ing,
intrigado.
—Bueno, pues para explorar túneles largos. Solo caben
cuerpos así de pequeños en las madrigueras de gusanos de piedra.
—Entiendo —dijo el administrador, acariciando la barba
pensativamente.
—Piénsalo tú mismo —presionó Valgard, al ver que Ing estaba
a punto de ponerse de acuerdo—. ¿Pidió chicos flacuchos? Así es. ¿Le has
enviado uno? Así es. Y ya depende de Skorx lo que hará. Si lo envía a los
túneles, es de su responsabilidad. Si nos lo devuelve, no pasa nada. Le meterás
en algún sitio en la cocina hasta que llegue el amo. Dicen que no estará hasta
dentro de dos semanas.
—Sí —coincidió Ing—. Está ocupado comprando nuevos
gladiadores. El tren de mercancías del general Vestar justo llegó a la capital.
Tienen un montón de prisioneros de guerra: orcos y goblins.
—Pues aún mejor me lo pones. El amo no tendrá tiempo
para estar pendiente del chaval. Y tú tendrás la oportunidad perfecta para vengarte
de Skorx. Después de todo, ¿no fue él quien envió al amo una queja contra ti el
mes pasado?
A juzgar por la cara furiosa de Ing, las semillas cayeron
al suelo fértil. Para mi desgracia, Valgard no sólo había invertido en Fuerza.
Era hábil con las palabras.
—Y Skorx nunca sabrá la cantidad de la deuda del
chico. El niño nos hará un juramento de que no se lo dirá —añadió el grandullón
el último argumento.
Después de esas palabras, Ing me miró. Brr… Frío como
el hielo.
—Bueno, ¿qué, charlatán? Parece que vas a seguir los
pasos de tu querido y difunto padre.
Capítulo 3
—Toma, corazón, come. Imagino que no habrás
comido nada en todo el día.
Una anciana pequeña y delgada me extendió un bol
arcilloso del que salía un olor estupendo a comida. Contuve la respiración,
tragué la saliva que se sobresalía y miré el nivel del plato. Como si me leyera
la mente, la anciana dijo reconfortantemente:
—No tengas miedo, corazón. Es una sopa de verduras
normal y corriente. Nivel cero.
Y soltando una risita y abandonando el cuartel, añadió:
—No tenemos otra cosa.
A pesar de mi hambre salvaje, intenté coger el bol cuidadosamente.
—¡Oh, Gran Sistema, qué bien huele! —Mis ojos se
pusieron en blanco.
La comida para el viaje que me preparó la señora Horst,
que Random la bendiga, se había acabado por la mañana. Por suerte, Burdoc fue
generoso y me dio un poco de cebolla seca y un trozo de pan duro. Yo no diría
que estaba acostumbrado a comer delicias en mi dieta habitual, pero mi madre
siempre intentaba saciarme, aunque si solo fuera con comida normal. Mi padre
una vez me explicó en secreto que era su manera de calmar un sentimiento
infundado de culpa.
Las lágrimas aparecieron de nuevo en mis ojos al
recordar a mis padres. Todavía sentía que toda esta pesadilla llegaría a su fin
en cualquier momento. Que en el umbral del cuartel sucio, donde me habían
instalado para un tiempo, aparecería la figura de hombros anchos de mi padre. Y
luego mi madre saltaría tras su espalda, me abrazaría, me apretaría contra su
pecho, y después nos subiríamos al carro y regresaríamos a casa, contando
alegremente el absurdo error que me había traído hasta aquí.
La comida se acabó tan rápido que parecía que realmente
no me había comido nada. Con cuidado, para que no se caiga el preciado maíz,
mojé el extremo del trozo de pan en lo que quedaba de la sopa. Me lo tragué
todo con agua fría y me eché hacia atrás con satisfacción donde había un saco
polvoriento lleno de heno. Sería mi futura cama.
—¿Y qué tal? ¿Te ha sentado bien?
Un voz silenciosa y ronca a mi derecha me separó del
abrazo placentero del sueño.
Alguien se giró en el saco de al lado, a medio paso de
mí.
—Supongo —respondí igual de silencioso. En el cuartel
oscuro, a parte de mí, también había treinta personas más. Todos dormían. Al
parecer, todo el día trabajando les había cansado mucho. No me gustaría
despertarles.
—Me encanta la sopa de verduras de la tita Agatha. —Noté
la satisfacción en la voz del hombre invisible—. Y no tiene nada que ver con la
de la tonta de Hrika. Apuesto a que tú tuviste el doble de zanahoria y de repollo.
—No me di cuenta —respondí—. Me acabé muy rápido la
sopa.
—Pues lo tenías —susurró el desconocido con
un tono seguro. Me pareció ver cómo asentía con la cabeza a través de la
oscuridad.
—¿Y por qué me echó más a mí? —decidí preguntar, intrigado.
—¿Cómo que por qué? —preguntó la voz con indignación—.
Salvaste hoy la vida de su marido.
—¿A qué te refieres? No salvé a nadie.
—¿Y Burdoc qué? ¿Crees que habría sobrevivido al
castigo de hoy? El viejo apenas sobrevivió cuando le azotaron el mes pasado.
Dicen que Agatha se gastó casi todos sus ahorros en un curandero. Solo para que
se mejore.
Noté que mi garganta estaba seca. Con mi pequeña fuente
de vida, un solo latigazo acabaría conmigo.
—Y, por cierto, hoy te han dado de comer gratis
—compartió más la voz desde la oscuridad.
—¿Gratis?
—Pues claro. ¿Y tú qué te pensabas? ¿Darte de comer
sin más porque a ti te de la gana? Tendrás que pagar por la comida. ¿A dónde te
irás ahora?
—A la mina, donde está un tal Skorx.
—Vaya, muchacho. —Pude escuchar la compasión en la voz
del hombre invisible—. Qué mala suerte… Skorx es un salvaje total. Y más su
mina, que es básicamente una cloaca.
Sentí un escalofrío desagradable recorriendo por mi
espalda.
—Te daré un consejo gratis, chico. Intenta mantenerte
al margen. No presumas de tus cosas de valor. Ponte los ojos en la nuca. No
sólo trabajan peones en la mina de Skorx. Allí hay muchos trabajadores que son
criminales. Todo tipo de delincuentes y asesinos. Los túneles de la mina están
también repletos de criaturas subterráneas. Te comerán de un bocado. Pero no
debes tener miedo de ellos. En ese lugar olvidado por los dioses, los
verdaderos monstruos son Skorx y sus ayudantes desgraciados. Sigue mi consejo y
a lo mejor podrás salir con vida… Aunque la verdad, chico, no durarás mucho…
Pronunció esa última frase en voz baja, pero pude
oírle. Y eso hizo latir mi corazón aún más fuerte.
—Gr-gracias —le susurré de vuelta con hipo. Pero no
hubo ninguna respuesta. Al parecer, el hombre consideró cerrada la conversación
y se durmió.
Pasé mucho tiempo tumbado y escuchando en la
oscuridad. ¿Y si el desconocido decía otra cosa útil? Pero, desafortunadamente,
estaba ya dormido.
Tras girarme varias veces en el saco y suavizar
especialmente las partes duras del heno, fui capaz al fin de tranquilizarme y
caer en un sueño reparador bajo los ronquidos mesurados de mis compañeros. Y
algunos acontecimientos de los dos últimos días pasaron espontáneamente por mi
mente…
Hace dos días. Unas horas antes de la
muerte de los padres.
¡Me encantaba este día! Aunque ¿de qué estaba
hablando? ¿A quién no le gustaba el día de su cumpleaños? Por lo menos yo no
conocía a alguien tan tonto.
Mi estado de ánimo estupendo no se había estropeado ni
por la lluvia que había desde ayer por la tarde. Me despertó el tintineo sordo de
los platos de la cocina. Pasé un par de minutos tumbado en la cama, sonriendo
como un idiota. Me gustaban esos sonidos. Eso significaba una cosa. Mamá estaba
preparando algo rico.
Mientras escuchaba los sonidos, un olor tremendo entró
a la habitación e hizo gruñir a mi estómago ruidosamente.
¡Oh, Gran Sistema! ¡Mi madre estaba cocinando mi querido
y delicioso pan dulce! Este plato podría ser muy simple para algunos, pero no
para mí. No había nada tan sabroso que una rebanada de pan dulce caliente y
recién hecho, untada con queso fresco grasoso y con miel de ámbar por encima. Cada
bocado era una explosión de dulce y ácido deleite inolvidable, seguido por un
gran trago de leche aún calentita.
Este día mis padres apenas se fijaron en mí. ¡Pero todo
esto era un juego! Primero pondrían caras serias como si fuera un día normal,
pero luego me llenarían de regalos y felicitaciones. ¡Cómo me gustaba este día!
Hace unos días a mi madre se le escapó un secreto. Mi
padre tenía preparado un regalo especial. Algo que no había tenido nunca. Desde
entonces, yo ardía de impaciencia. Y cuanto más se acercaba el muy esperado
día, más temblaba de ansiedad.
Tras lavarme y cepillarme los dientes, bajé al
comedor. Mis padres ya estaban sentados en la mesa y hablando en voz baja.
Intentando parecer varonil como un adulto, les di los
buenos días sentándome en la mesa. Parecía que había colado, pero mis manos temblorosas
y traicioneras delataron mi entusiasmo.
Hace unas semanas, mi padre fue al mercado de la
capital. Trajo algunas cosas necesarias como harina, miel, tejidos, un poco de
joyería para mi madre. Pero también trajo un paquete pequeño que no mostró a
nadie. Lo colocó en un sitio escondido y especial donde también guardaba
nuestros ahorros y documentos importantes. Ni madre tenía el permiso de
tocarlo. O al menos eso era lo que me decía. Siendo sincero, me lo dijo con una
sonrisa retorcida. Solo un verdadero necio podía haberle creído.
Le hacía preguntas en vano a mi madre por el paquete
casi todos los días, pero ella se mantenía firme. ¡Y ahora el paquete estaba al
otro lado de la mesa! Y mis padres, fingiendo que no lo notaban, continuaban su
conversación pacífica. A ese paso, me volvería loco en cualquier momento…
El desayuno llegó finalmente a su fin. Hasta la comida
deliciosa no podía distraerme del objeto misterioso que yacía a un brazo de mí.
Después de agradecerle a mi madre por el desayuno, mi
padre finalmente me miró. En su rostro se dibujó una sonrisa alegre y
retorcida.
—Vale, mujer —se rio él—. Ya basta de tomarle el pelo
a este tontuelo.
Y luego a mí.
—Ven aquí.
Y, con una sonrisa estúpida en la cara, me acerqué a
mis padres con piernas de gelatina. Mi padre desenvolvió el paquete. Una
carcasa de cuero. Un mango de hueso simple. Luego me di cuenta a lo que estaba
mirando y me quedé sin aliento. ¡Una navaja! ¡Un arma! ¡Daño! ¡Si podía hacer
daño, entonces podía obtener esencias de experiencia y tablas!
—¡Esta es Libélula! —Mi padre me extendió el regalo
con una sonrisa, contento—. ¡Es tuyo!
—¡Feliz cumpleaños, hijo! —dijo mi madre, besándome en
la frente.
Mientras respondía distraídamente a sus
felicitaciones, saqué el cuchillo de la carcasa con las manos temblorosas.
—Aquí está la palanca —me dijo mi padre.
Presioné inmediatamente donde me mostraba. Una hoja de
acero del largo de mi palma saltó bruscamente del mango de hueso.
—Mira —comentó mi padre—. Un poco encorvada. Como el
ala de una libélula. Solo está afilada de un lado. Parece un cuchillo normal.
Pero tiene la punta afilada, lo cual vale también para apuñalar.
Asombrado, le di vueltas en mis manos a mi primera
herramienta que podía utilizar para trabajar. Y quizás, dependiendo de la
situación, podría ser mi arma. ¡Al fin! Ni siquiera me molestaban sus ridículas
cifras de nivel. ¡Estaba eufórico!
—El daño es de dos puntos, sí, pero no te preocupes —se
justificó mi padre—. Esto es temporal. Cuando subas de nivel, lo hará también
el daño y muy rápido. Es un ítem graduable, ¡y no es algo para tomárselo a
risa! ¡Je, je! ¡Llevaba catorce años detrás de esto! No sé qué haría yo sin
Dalia…
Me levanté y le di un fuerte abrazo. Y luego a mi
madre…
—Gracias… Soy muy afortunado de teneros…
Mi madre, sonriendo, me besó de nuevo. Después de eso,
se secó una lágrima con el borde de su delantal y se apresuró a la cocina.
—Ya has emocionado a tu madre —se rio mi padre y al
instante me preguntó—: ¿Me esperarás? ¿Lo experimentamos juntos? En cuanto
vuelva de las minas, iremos al bosque y probaremos tu nueva navaja. ¿Qué te
parece?
—¡Claro, padre!¡Te esperaré!
—¡Estupendo! Quién sabe, a lo mejor volverás a casa
con un nuevo nivel. —Mi padre estaba entusiasmado.
No sabía quién era más feliz, él o yo. Podía habérselo
preguntado… Pero ni él ni mi madre jamás volvieron.
Presente.
—Toma, aquí tienes. La tita Agatha te ha preparado la comida
para el viaje.
Soika estaba de pie junto al carro, en el que también había
más personas que se dirigían a las Montañas Torcidas. Era allí donde estaba
localizada la antigua mina de cobre del señor Bardan. No quería ser negativo,
pero probablemente ese sea el fin de mi aventura.
—Gr-gracias —le dije, con hipo por los nervios y cogiendo
el paquete pequeño.
Ella podría estar a la altura de Mia. Pero ambas
tenían una belleza diferente. La belleza de Mia era fría como el hielo. La de
Soika era como una llama. Su parecido con el fuego venía de sus largos, gruesos
y rojos rizos. Ayer, cuando estábamos en el carro, se quitó el pañuelo para
colocarse mejor el pelo. Me dejó aturdido. Me quedé sin aliento. ¡Qué belleza!
Podía hasta oler su pelo. Un olor a hierba y a primavera.
Su mirada de ojos como esmeraldas me sacó las
entrañas. ¿Qué me estaba pasando? ¡Nunca me había pasado esto!
—Cuídate allí, pequeño —dijo ella de forma protectora
y se dirigió al cuartel donde estaba la cocina.
¿Pequeño? ¿Solo me veía como un pequeño? Mi mano
derecha apretó con fuerza el paquete. No era rabia. No. Era más bien molestia hacia
mí mismo por mi impotencia y debilidad.
De repente vi a Valgard parado cerca. Él miró de hito
en hito a la figura flexible de Soika. Apareció una sonrisa lasciva en su cara
de barba roja.
¿Era yo o ella se había dado cuenta de su mirada? Y no
la había avergonzado ni asustado. No entendí del todo a qué jugaban esos dos,
pero luego caí en la cuenta de que Soika era más mayor de lo que pensé al
principio.
—Ey, chico, súbete al carro —dio la orden Burdoc—. Si
nos damos prisa ahora, puede que lleguemos allí por la tarde.
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Release - 21 de agosto de 2020
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